La lengua
es la materia prima y el fin ulterior de la obra literaria. Se escribe desde,
por y para la lengua misma y su impacto en la cultura y el conocimiento.
Adentrarse
en una novela, un cuento, un ensayo, un poema, un drama, en fin, significa
penetrar las entrañas de una sociedad, una cultura, una época, un estadio de la
misma lengua y la forma de pensar e imaginar de un individuo que ha sido el
autor de la obra. La creación literaria tiene en la lengua, como materia prima,
una entidad viva, cambiante, evolutiva.
Es por
ello que la imaginación literaria reta siempre la relativa rigidez de los
estadios descriptivos de una lengua, y a veces, muy a su pesar, le incorpora
nuevas palabras, nuevos giros expresivos, nuevos sonidos y nuevos sentidos,
para hacerla más abarcadora en su relación con el mundo concreto y más rica en
su propio acervo y su linaje cultural.
En la
cultura y la sociedad mundializadas estamos compelidos a cuidar y defender
nuestra lengua de las amenazas de sus propios procesos degenerativos, del
impacto indiscriminado, un hecho casi inevitable, de lenguas foráneas
dominantes comercialmente, y de la fragmentación propia de los códigos
tecnológicos.
No
podemos cerrarla a cal y canto, pues, el comercio y la cultura planetarios
destrozarían ese vano intento.
Pero, sí
debemos mantenerla fresca, viva en sus esencias y sus raíces, aunque se abra
cada vez más al intercambio con las demás lenguas del mundo, y aprenda de
ellas, y de esa forma nos permita enriquecernos lingüística y espiritualmente.
Sin embargo, debemos mantenernos vigilantes ante las agresiones que la
vertiginosidad de los artefactos o dispositivos tecnológicos dirigen contra las
normas de nuestra lengua materna.
Esas
degeneraciones idiomáticas propiciadas por los teléfonos inteligentes y el
ordenador son sinónimo de empobrecimiento espiritual y de estrechez mental. No
son, necesariamente, efectos de la cultura digital, fenómeno que exhibe grandes
virtudes.
La
civilización se ha construido a través de los cimientos de las palabras. Y cada
palabra tiene un origen, una raíz, una historia, que bien puede evolucionar al
abrirse, como una ventana franca, al ámbito exterior, a la mundialización
posmoderna o consumista.
Lo que no
podemos aceptar es la fiesta deficitaria del lenguaje viral del presente, que
piensa más en el límite de los caracteres en sí mismos, antes que en el
lenguaje como límite de las posibilidades de conocimiento e interpretación del
ser humano y del mundo. La lengua es la depositaria por excelencia de la
historia de la civilización.
La
literatura es, pues, al mismo tiempo, una aventura de la lengua y del
pensamiento. Hay que fundar en los jóvenes de hoy, demasiado sumergidos en la
información, dejando de lado la formación o conocimiento, el hábito de la
lectura, sea en los libros convencionales de papel, en las tabletas o en los
ordenadores.
No
importa el soporte, lo que importa es que asuman la lectura como un acto de
expansión del conocimiento y del espíritu. Aquello que Martin Heidegger llamó,
tempranamente, racionalidad tecnológica del ser humano ha constituido un gran
avance para la sociedad y para el conocimiento.
La
cultura digital es un logro de la civilización y de la inclusión social. Sin
embargo, su lenguaje no tiene por qué ir contra las normas lingüísticas y el
correcto uso del idioma.
Por el
contrario, esta moderna herramienta de la vida cotidiana tiene su mejor lado
cuando sirve, apegada a la naturaleza de la lengua, a la democratización del
conocimiento y la comunicación. Avances en la cultura digital y la racionalidad
tecnológica no tienen por qué reflejarse en malestar de la lengua o pobreza
expresiva del individuo.
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