martes, 22 de mayo de 2018

Cuentos cortos


OLOR A CEBOLLA (Camilo José Cela)

 Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
-Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
-Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra ventana?
-No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
-¿Quieres lavarte las manos?
-No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
-Tranquilízate.
-No puedo, huele a cebolla.
-Anda, procura dormir un poco.
-No podría, todo me huele a cebolla.
-Oye, ¿quiéres un vaso de leche?
-No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
-No digas tonterías.
-¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
-¡Huele a cebolla!
-Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
-¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
-¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
-Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
-Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.
El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
-¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio. -¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
-Nada, que olía un poco a cebolla.

EL NIÑO LADRÓN Y SU MADRE (Fábula de Esopo)

Un niño robaba en la escuela los libros de sus compañeros y, como si tal cosa fuese buena, se los llevaba a su madre, quien, en vez de corregirlo, aprobaba su mala acción.

En otra ocasión robó un reloj que asimismo entregó a su madre. Ella también aceptó el robo. Así pasaron los años y el joven se transformó en un ladrón peligroso.

Mas un día, cogido en el momento de robar, le esposaron las manos a la espalda y lo condujeron a la cárcel, mientras su madre lo seguía, golpeándose el pecho. El ladrón llamó a su madre para decirle algo al oído, pero al acercarse el hijo, de un mordisco, le arrancó el lóbulo de la oreja.

Recriminando la madre su acción, le dijo:

–¡No conforme con tus delitos, terminas por herir a tu propia madre!
A lo cual el hijo replicó:

–Si la primera vez que te llevé los libros que robé en la escuela me hubieras corregido, hoy no me encontraría en esta lamentable situación.

EL NEGOCIO DE DOÑA HORMIGA (Juan Bosch)

Desde que llegó el invierno, doña Hormiga se metió en su casa con sus hijas a comer, a engordar y a pensar en qué harían cuando llegase la primavera.
Resolvieron poner una zapatería cuando empezaran los días buenos.
Alquilaron una tienda en la calle El Conde y todo el mundo se quedó asombrado cuando abrieron su comercio.
La tienda estaba llena de zapatos desde el piso hasta el techo.
Eran zapatos criollos, mejores que todos los zapatos extranjeros que se vendían en la calle.
Cuando pasaron meses, pensó que el material se pudriría, lo que habría ocurrido si los zapatos no hubiesen sido criollos y lloró muchísimo.
Al tercer mes, apenada porque sus hijas, jovencitas en edad de lucir, no podían comprar ropa, y porque el casero, que era un perro al que las malas pulgas lo tenían siempre de mal humor, la amenazó con botarla.
Lloró tanto que parecía que se había roto una cañería del acueducto.
Sus hijas lloraron también.
¿Perderían su preciosa zapatería fruto de un año de laboriosidad y de ahorro y única esperanza de toda la familia?
Pero cuando más lloraban llegó la señora doña Ciempiés con cinco hijas y dos hijos pequeños a comprar zapatos.
¡Y doña Hormiga vendió la tienda entera!
Cada uno de sus inesperados clientes necesitaba cien zapatos.

Este fue el negocio de doña Hormiga, que se hizo rica en una hora como premio a toda una vida de trabajo y de confianza en el porvenir y todos los demás comerciantes de la calle El conde: turcos, españoles e italianos se murieron de envidia.

Los que hay ahora vinieron después.


EL OTRO YO (Mario Benedetti)

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehízo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable”.
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.



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